viernes, 26 de diciembre de 2014

Melancolía de Lars Von Trier. Influencia pictórica.


«Extendidos sus ropajes en el agua, 
salía a flote cual sirena, 
y cantaba estrofas de antiguas canciones, 
inconsciente del peligro, o como hija del agua, 
acostumbrada a vivir en el propio elemento».

Hamlet (William Shakespeare, 1602)

La filmografía de Lars Von Trier podría haber sido imaginada como una respuesta a todos esos libros y películas que insisten sobre la idea del derrumbe de la civilización al plantear el enfrentamiento de los propios individuos consigo mismos como espejo de la destrucción universal. 

La última etapa del director danés muestra un abanico de películas que parten de una catástrofe familiar para desembocar en el colapso total e incluso universal. Aparentemente, el caos, en cierto modo organizado, que se muestra en sus películas, refleja la psique caótica de los individuos que las protagonizan y que siempre nos conduce a una situación aún más caótica en la trama. 

Es a partir de sus tres últimas películas, Anticristo (Antichrist, 2009) Melancolía (Melancholia, 2011) y Nymphomaniac (2013), cuando el cineasta concede una característica nueva e importante a su hermenéutica de sacrificio (sobrenatural o simplemente romántico), con respecto a la bien conocida dependencia entre un micro-universo y el macro-universo. 

A la hora de rescatar una muestra de esta última etapa de Lars Von Trier para el desarrollo de este texto sobre la relación de las obras de arte pictóricas con su cine, me he decantado por Melancolía, por motivos no solo implícitos sino explícitos de dicha relación en la puesta en escena. 

Melancolía comienza narrando como su protagonista, Justine (interpretada por Kirsten Dunst), en la noche de su boda lucha contra su depresión a pesar de que debería ser el día más feliz de su vida. En esta boda extravagante, su hermana Claire (interpretada por Charlotte Gainsbourg) y su marido tratan de mantener a la novia y a todos los invitados en línea. Mientras tanto, Melancholia, un planeta azul, se precipita hacia la Tierra. Claire lucha por mantener la compostura ante el miedo de la catástrofe inminente, mientras que Justine se muestra cada vez más pragmática y sumisa ante el destino final. 

Con una mirada más cercana a la perfecta construcción narrativa, y sobre todo plástica, de Melancolía llegamos a la conclusión de que la primera mitad (titulada Justine) es una deconstrucción individual, una destrucción desde el interior de Justine hasta lo universal donde Von Trier trata de señalar que Justine apenas quiere seguir viviendo y se ofrece al destino, mitificado en el planeta Melancholia que destruirá la Tierra. 

Para exponer en imágenes la idea del caos, del destino, de la muerte, de la universalización de los terrores individuales en definitiva, Lars Von Trier nos invita a revisitar muchos clásicos de la Pintura relacionados con estos temas mostrando al completo algunos de ellos y reconstruyendo otros. 

No es complicado ver en la película una primera inspiración como adaptación simbólica de algunos motivos icónicos tomados del grabado del famoso pintor del Renacimiento alemán Alberto Durero, Melancolía I, mediante la identificación de Justine con lo inmóvil, con el ángel triste, y el propio cuerpo celeste como símbolo de su melancolía.


Melancolía I

Alberto Durero, 1514
Grabado • Renacimiento

Es en la famosa secuencia de apertura (por otra parte, magistral), donde Lars Von Trier nos enseña varios motivos pictóricos como anticipo narrativo y a modo de prólogo etéreo y simbólico. En esta secuencia podemos observar, por ejemplo, como arde el famoso cuadro renacentista del pintor flamenco Pieter Brueghel, el viejo, Los cazadores en la nieve, de 1565.


Los cazadores en la nieve

(Jagers in de Sneeuw)
Pieter Brueghel el Viejo, 1565
Óleo sobre madera • Renacimiento

También en esta secuencia observamos la primera, y más icónica, representación pictórica de la película, sobre el mito de Ofelia, y más concretamente sobre la obra homónima del pintor e ilustrador británico, miembro fundador de la Hermandad Prerrafaelita, Sir John Everett Millais, en 1852. Lars Von Trier recrea la pintura de Millais en un fotograma precioso que finalmente llegó a ilustrar la cartelería promocional de la propia película. En esta recreación, la única diferencia sensible es que Von Trier sitúa a Justine (Kirsten Dunst) en un plano frontal al obejtivo y en vertical, al contrario que la obra original de Millais, cuya Ofelia se sitúa en un plano horizontal de la composición, lateral a la mirada del espectador. 

A la izquierda, fotograma de Melancolía. A la derecha, Ofelia de Millais (1852)


La evocación de esta obra prerrafaelita y de la anterior obra de Pieter Brueghel el Viejo en este prólogo, se me antoja como una declaración de principios del propio Lars Von Trier, quien parece expresar ya desde el comienzo el denso simbolismo de toda la película; y quien parece demandar cierto conocimiento previo de las obras recreadas para una completa comprensión de su discurso. 

La razón de la recreación de la Ofelia de Millais parece más obvia que, por ejemplo, la exposición de la obra de Pieter Brueghel: el personaje shakesperiano de la excelsa obra Hamlet revela un fuerte paralelismo con Justine. Ambas, Justine y Ofelia, son mujeres jóvenes cuyos trastornos depresivos las incitan al suicidio justo después de su boda. 

La primera obra, anteriormente citada y explícitamente expuesta, de Pieter Brueghel en el prólogo de Melancolía parece, simplemente, invocar el espíritu de los prerrafaelitas —considerados los primeros vanguardistas, y por ello no menos controvertidos en su tiempo— para anticipar la recreación de otra obra del propio Pieter Brueghel: El país de Jauja, de 1567. En esta obra se representa la locura de los hombres. Lars Von Trier aprovecha la profesión como publicista de Justine para recrear esta obra mostrando uno de sus trabajos. Con esta recreación Von Trier reafirma su conocida misantropía y pesimismo, al exhortar la obra de Pieter Brueghel casi 500 años después de su creación, y ante la misma controversia. 


A la izquierda, fotograma de Melancolía.
A la derecha, El país de Jauja, de Pieter Brueghel (1567)

Todos estos ejemplos son una muestra de la estrecha relación que algunos cineastas como el propio Lars Von Trier tienen con al arte pictórico. Y no solo como mera exposición estética de la puesta en escena, sino como motivo iniciático de su propio discurso. En el caso de Melancolía —y de otras muchas películas de la filmografía del cineasta danés— esta relación es una pieza fundamental desde el génesis de la misma hasta su uso simbólico en concordancia con lo narrado. 

Javier Ballesteros






viernes, 5 de diciembre de 2014

El espíritu de la colmena. Iconografía e iconología


«Un espíritu todopoderoso, enigmático y paradójico al que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender».
Víctor Erice


La escasa filmografía de Víctor Erice, nacido en Carranza, Vizcaya, el 30 de junio de 1940, es, sin embargo, uno de los legados más recurridos por todos aquellos aspirantes a cineastas en España y el resto del mundo. Sus tres filmes y varios cortometrajes son revisitados continuamente en las escuelas de cinematografía de todo el mundo, motivo suficiente para ahondar en el estudio iconográfico e iconológico de su trabajo. Un estudio que parte del método iconográfico-iconológico que Erwin Panofsky, historiador de arte y ensayista alemán, desarrolló en buena parte de su obra. 

Juan Antonio Ramírez, en su libro Iconografía e iconología (Ediciones Bozal, Madrid, 1996) describe así los tres niveles del método panofskiano:

«- El nivel pre-iconográfico es un estudio de la imagen que comprende su descripción detallada.
- El nivel iconográfico supone identificar las diferentes manifestaciones figurativas que han tenido una larga continuidad a lo largo de la historia de la iconografía, como la mitología griega o los emblemas.
-El nivel iconológico requiere de una aguda capacidad intuitiva por parte del investigador, ya que éste debe re-descubrir la manera en que el artista compuso las imágenes: cuáles fueron sus fuentes y qué es lo que atesoran (filosofía, estructura de pensamiento, sociedad, etc.)». 

En su traslación del motivo pictórico al cinematográfico entendemos la «imagen» como la obra en su conjunto. Por lo tanto, un primer nivel pre-iconográfico consistirá en la descripción del planteamiento de la película: estilo fílmico y contexto histórico, básicamente. Un segundo nivel iconográfico identifica la cultura artística y las líneas de significación superficiales, básicas, del relato: el argumento. El tercer nivel iconológico relaciona las fuentes iconográficas con los símbolos de la obra para deducir sus significados de segundo orden. 

Entre las tres obras, imprescindibles, de Erice, junto a El sur (1983) y El sol del membrillo (2002), El espíritu de la colmena (1973) se erige como fundamental en la totalidad del cine español. Asistimos ante un film de continuo estudio desde su estreno, tanto en su enclave particular como en su dimensión histórica.


Cartelería diversa de El espíritu de la colmena


El espíritu de la colmena nos sitúa en Hoyuelos, una localidad segoviana perteneciente al municipio de Santa María la Real de Nieva, en el año 1940, primer año de postguerra. En este ambiente hermético, el silencio es el mayor protagonista del lado adulto de la historia. Ellos, los adultos, acaban de decirlo todo; se limitan a obedecer y esperar. 

En una primera lectura pre-iconográfica entendemos que se trata de un relato de corte realista donde Erice proporciona cuantiosos detalles que perfectamente nos permiten contextualizar un periodo histórico determinado. La inconcreción de la datación («un lugar de la meseta castellana hacia 1940…») con que se inicia la película incide en el estancamiento ―tecnológico, científico, artístico, etc.― que durante décadas vivió un país marcado por la insignia falangista del yugo y las flechas. Es decir, es irrelevante detallar una fecha concreta cuando se está haciendo referencia a un período de varios años en los que un día era igual al siguiente, y al siguiente, y al siguiente…

En un segundo nivel, de análisis iconográfico a partir del relato y la estética visual, encontramos el discurso argumental y la relación pictórica del film. Sinópticamente, El espíritu de la colmena atraviesa la dura posguerra española tomando la anécdota de la llegada del cinematógrafo a un perdido pueblo castellano. El punto de vista de dos niñas muy pequeñas fascinadas por una película de terror, mezclando fantasía y realidad, creyendo ver pistas del monstruo cinematográfico en su pueblo, donde el padre trata de iniciarlas a la vida, y en un marco donde el miedo y la represión están latentes, marca los hitos de una narración intensamente poética. Respecto a la relación pictórica, sus imágenes plenas de matices parecen utilizar las luces y claroscuros que vemos en cuadros de Rembrandt, Velázquez, Vermeer o Goya, consiguiendo transmitir una atmósfera creada por las relaciones humanas.

A partir del primer planteamiento iconográfico anterior, de la contextualización y estética del film, es posible relacionar estas fuentes e indagar en un estudio iconológico con el que tratar de acercarse a la propia simbología de la película. 

Es imprescindible en el caso de El espíritu de la colmena comenzar este análisis desde el hermetismo, desde el silencio, protagonista de algún modo de la película y clave de muchos códigos de la misma. Los principios de este hermetismo moral, social y político, enclave en los adultos del film, parecen mostrar un carácter altamente ambiguo. De hecho, Erice afirmó en alguna ocasión que los censores franquistas no pudieron tocar un solo fotograma de la película ya que no tenían argumentos ante ella. Además, aseguraba que estaban convencidos de que nadie la vería.

En la película, Fernando —interpretado magistralmente por Fernando Fernán Gómez— es un apicultor padre de dos niñas, Ana e Isabel, de 6 y 8 años respectivamente. Casado con Teresa —interpretada por Teresa Gimpera—, su relación se limita a la convivencia y el distanciamiento en la pareja es más que evidente. Al igual que con el resto de las cuestiones aparentemente planteadas, el film no responde a ninguna de las cuestiones sobre este distanciamiento y se limita a enseñarnos sus almas por separado. Fernando, en cuyo rostro podemos reconocer cierta desolación y resignación, no desvela, sin embargo, los motivos de su apatía en ningún momento. Es evidente la lógica alusión política de todo el contenido en la película; la orientación en este sentido del apicultor castellano puede llegar a ser lo suficientemente ambigua como para evadir la censura, como decía el propio Erice. 

El personaje de Teresa, al igual que el de Fernando, es de carácter reservado y paciente. Sin embargo, el universo interior de Teresa es muy diferente que el de su marido y la dirección de sus pensamientos se nos antoja muy distanciada de la de su marido, en las pocas evidencias que nos muestra la película. Enamorada de un amante soldado con el que se cartea, no sabemos tan siquiera si está vivo o muerto. 

Por otra parte, en El espíritu de la colmena es protagonista absoluto y omnipresente la inocencia, o lo que es lo mismo, la infancia. Ana e Isabel ven por primera vez en la realidad y en la ficción la película de James Whale, Frankenstein de 1931. Así da comienzo el film, con la llegada de las cintas de Frankenstein al pueblo para su proyección. Es precisamente la figura de Frankenstein la que dota al film de un sentido casi antropológico desde el análisis iconológico, ya que éste es utilizado en la película como metáfora de la dualidad entre el bien y el mal. Significa un símbolo transitorio y de redención hacia lo culpable. En todo momento son recurrentes las cuestiones de las niñas, sobre todo de Ana, hacia la naturaleza de Frankenstein y el dilema entre el bien y el mal. Intentando encontrar una respuesta sobre el por qué del asesinato de la niña en la película proyectada en el pueblo, Ana se imagina poder preguntárselo personalmente al monstruo. Para ella, y esto es lo maravilloso del film, Frankenstein existe de verdad. Y existe de tal manera que finalmente, hacia el final de la película, se le aparece en la realidad. Es de suponer que ese Frankenstein que ve Ana es el espíritu enunciado en el título. Sin embargo, Erice consigue una narración multidireccional, con lo que no llegamos a saber exactamente a qué o quiénes hace referencia. El otro personaje infantil, Isabel, un personaje lleno de misterio y símbolos, es de carácter más oscuro y sus dilemas giran en torno a la vida y la muerte, o al menos, eso parecen reflejar algunas de las escenas de Isabel; por ejemplo, en la que engaña a su hermana fingiendo su muerte. 

La figura de Frankenstein es utilizada en El espíritu de la colmena
como metáfora de la dualidad entre el bien y el mal.

En el interior de Ana crece la idea de la existencia de Frankenstein, y más tras encontrar a un miliciano fugado de un tren que se esconde en una caseta abandonada. Este «maqui» sirve de conexión entre la realidad histórica del relato, apuntada en el análisis iconográfico, y la simbología del espíritu derivado de la ficción, de Frankenstein, motivo plenamente iconológico.

Como hemos señalado, los símbolos en El espíritu de la colmena abundan y las referencias hacia la condición humana están presentes en todo el relato. Todo ello es más evidente en la estética y escenarios del film que en la narración, que es especialmente hermética, escasa en diálogos. 

En el uso icónico-estético, particularmente, cabe destacar la evocación de una propia colmena en el interior de la casa, con esos filtros anaranjados y ventanas de rejilla. También en los exteriores, en la caseta y los campos. Todo gracias a la fotografía maravillosa de Luis Cuadrado. 

El espíritu de la colmena en el interior de la casa,
evocado con filtros anaranjados y ventanas de rejilla

Como conclusión cabe indicar la especial idoneidad de la obra de Erice como aplicación del método iconográfico-iconológico panofskiano en la obra cinematográfica. Un método que encaja a la perfección en el estudio de una cinematografía en estado puro como la del vizcaíno, donde la estética de las imágenes se absorbe sin dificultad ante la mera contemplación. Sin embargo, su lenguaje audiovisual está repleto de simbolismos e invita a una reflexión sobre la herencia cultural del mismo, tanto pictórica como literaria, y de una revisión del contexto histórico y social del discurso, como fuente de un ulterior análisis iconológico.


Javier Ballesteros



viernes, 14 de noviembre de 2014

El edificio Atzavares. Un espacio sin identidad universitaria.


«La existencia de edificios bien diseñados en un campus es un factor significante para el aprovisionamiento de estudiantes y contratación de personal». 
Design with Distinction: the value of good building design in higher education,
CABE (Commission for Architecture and the Built Environment of England), Inglaterra, Marzo de 2005


En el año 2005 la extinta Commission for Architecture and the Built Environment británica —de carácter gubernamental, desde 2011 fusionada con el Design Council, y que vendría a denominarse en castellano como la ‘Comisión para la Arquitectura y la Edificación Ambiental’—, publicó un interesante estudio sobre la importancia del diseño arquitectónico en la educación superior que titularon Design with Distinction. En él se recogían datos de campo, a través de encuestas y observaciones, cuantitativos y cualitativos sobre el impacto del diseño de varias universidades de Inglaterra, tanto en los alumnos como en el staff, el personal, de cada una de ellas. 

En las encuestas realizadas en este estudio de la CABE, aproximadamente el 60% de los estudiantes y personal indicaron que la calidad del diseño de los edificios tenía un impacto relevante en su decisión por estudiar o trabajar en una u otra universidad. Entre el personal, los docentes, con un 65% de respuestas positivas, indicaban un mayor impacto del diseño en sus decisiones para ejercer en una universidad. Por otra parte, entre el alumnado, los estudiantes de posgrados fueron los que indicaron un mayor impacto en este sentido, con un 72% de respuestas positivas. 

Estos datos son suficientes para la translación del estudio a tierras españolas, pues las cifras son lo bastante significativas como para obviarlas por la distancia y la universalidad del tema estudiado puede informar de casos muy similares en cualquier punto del planeta. En el caso español, y más concretamente en el levante mediterráneo, el boom urbanístico vivido a partir de los años 90 debió ignorar cualquier estudio de campo en referencia al diseño arquitectónico a la hora de la edificación en algunas universidades. Es el caso de la UMH, la Universidad Miguel Hernández de Elche, donde la armonía entre espacios parece brillar por su ausencia. Con un motivo de diversidad —a mi parecer ilusorio—, se optó por la edificación autónoma de facultades y espacios anexos. Dicha ‘diversidad’ ha fagocitado varios aspectos imprescindibles en cualquier universidad: el sello de identidad unitaria y su relación con la propia ciudad. 

Más particularmente, dentro de la UMH de Elche, encontramos el edificio Atzavares, en el que estudian y transitan los alumnos y profesores de Periodismo y Comunicación audiovisual, entre otros. Sirva este edificio como ejemplo idóneo para desarrollar este breve concepto sobre la importancia del diseño arquitectónico de interiores —en este caso—, en el impacto diario de sus usuarios. Una importancia que en el caso de la edificación del edificio Atzavares, en pleno éxtasis urbanístico, debió omitirse, o, al menos, eso es lo que se deduce tras habitar un tiempo por sus cuatro pasillos.

Ya se ha comentado la incoherente premisa de la diversidad sobre la identidad del diseño arquitectónico global de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Sin embargo, es en sus espacios particulares, interiores de cada edificio, donde tanto alumnos como personal ejercen a diario. Y es en estos espacios interiores, donde es aún mayor la sensación de falta de identidad universitaria.

La necesidad de una armonía en el espacio interior del edificio Atzavares, entre la funcionalidad del diseño arquitectónico y la escasa identidad universitaria, se hace evidente a diario. La estructura es uniformemente cuadrada. Consta de cuatro pasillos equivalentes y de igual diseño. Estos pasillos son amplios, pero tan solo iluminados por un patio interior que no abarca a los cuatro. No hay ni un mínimo motivo de identidad universitaria, más allá de lo expuesto en los paneles de información y tablones de anuncios. 

Las siguientes fotografías, realizadas en cada uno de los pasillos desde un punto equidistante, muestran el ‘aburrimiento’ del diseño interior, siendo los cuatro pasillos exactamente iguales. Si a esto le añadimos la carencia de señales —desde el punto de vista fotografiado— que indiquen que estamos ante un pasillo con aulas, estas instantáneas bien podrían pertenecer a otros ámbitos: un hospital, un juzgado, etc. 


Los cuatro pasillos del edificio Atzavares de la UMH de Elche.
             

Afirmaba el arquitecto y diseñador suizo Le Corbusier que «la arquitectura se desarrolla en el tiempo y en el espacio. No se ve de una vez, se mira recorriendo, dándose vueltas». Una vez analizado el espacio interior del edificio Atzavares, no es sino el tiempo el que desvela su carencia más importante: la falta de espíritu. Solo con habitar por un breve tiempo los pasillos del edificio se constata esta carencia que se presume eterna tras el uso diario del mismo. 

Como conclusión, se podría afirmar que el edificio Atzavares es un edificio sin identidad universitaria. Un edificio a cuyo espacio interior solo el hecho de estar ubicado en referencia con el resto de edificios de la UMH le dota de una significación unitaria (que tampoco universitaria). Un edificio cuyos interiores necesitan luz artificial en horario matutino, en muchos puntos de su, sin embargo, pequeña dimensión espacial. Un edificio con unos pasillos que por su diseño ‘aburrido’ invitan a perderse, literalmente, a pesar de contar solo cuatro. En definitiva, un edificio sin identidad ni espíritu universitario que sufren a diario alumnos, docentes y personal administrativo.

Javier Ballesteros


viernes, 31 de octubre de 2014

Laberintos del subconsciente. Cronotopos surgidos del cine moderno.


«Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo [...] » 
                                                     Jorge Luis Borges,
                                            extracto de Arte Poética.


Hace ya algunos años escribí un artículo de presentación para un ciclo temático de proyecciones en la Filmoteca de Sant Joan d’Alacant, que dirigí durante varios años. El ciclo de aquel mes de noviembre de 2010 se titulaba Laberintos del subconsciente. Y he de decir —creo que ya puedo decirlo— que la elección del tema no fue fortuito por mi parte. Es más, ningún ciclo de aquella IV temporada de la Filmoteca fue escogido al azar. Durante aquellos meses atravesaba momentos complicados en mi vida personal y traté de establecer en la estructura de la temporada unos códigos personales, unas segundas líneas de significación —en clave barthesiana— con el simple motivo, a veces impulsivo, de un desahogo personal que aliviara mi espíritu, al tiempo que esperaba ser lo suficientemente sutil como para no hacer protagonista a dicho deseo.

Tras un primer ciclo, en octubre de aquel año, sobre cineastas ‘rebeldes’ (necesitaba hablar sobre la rebeldía) en el cine negro norteamericano, sentí la necesidad de escribir sobre los recuerdos, el estado onírico y el paso del tiempo. Deseaba inventariar todo ello, enmarcándolo en algún lugar, de manera que quedase registrado de algún modo. La excusa, y herramienta, fue la Filmoteca, que se tornó en motivo personal —pues en aquel momento significaba mi mayor ventana al exterior—, a la que llegué a confiar, entre las líneas de mis artículos, mis propias dudas existenciales.

Sin saberlo, estaba realizando un ejercicio ‘cronotópico’; un ejercicio de registro de ideas, pensamientos y emociones, en un tiempo concreto e histórico, y en un espacio único para ello. A su vez —y en la superficie, natural, del propio contexto de redacción cinematográfica—, con el ciclo de noviembre, Laberintos del subconsciente, estaba realizando un ejercicio de análisis de la plasmación del subconsciente en la narrativa moderna del cine. Un marco dentro de otro, un análisis de cronotopos cinematográficos dentro de otro puramente personal.

Y, sin embargo, resultó. A sabiendas de que nunca habría sido capaz de organizar tal propósito de forma consciente, hoy, propuesto para escribir sobre el cronotopo bajtiniano en mediación con las artes, retomo aquel caso como singular prólogo de este texto, centrándome, a partir de ahora, en el hecho del análisis puramente cinematográfico, respecto al cronotopo del subgénero moderno, rompedor, nacido en los años 60, y del que hablaba en aquel ciclo temático.

Cartel promocional del ciclo Laberintos del subconsciente


Afirmaba Julio Cortázar, en su cuento Historias con migalas, que «todavía no sentimos montar los recuerdos, esa necesidad de inventariar el pasado que crece con la soledad y el hastío» (Cortázar, 342). Sin embargo, y desde sus inicios, el cine, entre todas las artes, posee una relación única con el tiempo y el espacio. Ya la fotografía, capturando una ‘rebanada’ de la vida y del tiempo, asignaba una vida eterna al ‘doble fantasma’ cartesiano de espacio y tiempo, encarnado en, y como, una imagen. En esta perspectiva, el crítico francés André Bazin escribió en su célebre libro ¿Qué es el cine? que «el cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica» (Bazin, 29).

Así pues, la sensación de montar los recuerdos de la que hablaba Cortázar, tal vez no sea posible para el ser humano (en un estado de vigilia), pero puede ser factible a través del medio cinematográfico. La narrativa cinematográfica desarrollada a partir de los años 60 absorbió, entre otros, del arte literario de varios escritores del pasado siglo como Marcel Proust, James Joyce o William Faulkner. Esta corriente modernista marcó una ruptura significativa con lo establecido y consiguió ‘montar’ los recuerdos fotográficos como cronotopos particulares en la historia del cine.

Anteriormente a esta ruptura moderna, en la narrativa clásica —que el crítico estadounidense Noël Burch acuñó como Modo de Representación Institucional—, el cronotopo cinematográfico era literal, abocinado a un espacio único —a través de una pantalla con dimensiones específicas— y desarrollado en un tiempo lineal, más allá de la época ficticia o espacio que las películas podrían construir, y a pesar de varios intentos aislados (excepcionales, como en el caso de Orson Welles) y de la vanguardia de los años 20.

Para establecer su teoría sobre el cronotopo, Mijaíl Bajtín, crítico y teórico literario ruso, se centró en, aproximadamente, dos milenios de producción literaria. En su libro Teoría y estética de la novela Bajtín subrayaba lo siguiente en las ‘observaciones finales’ del mismo:
«El cronotopo determina la unidad artística de la obra literaria en sus relaciones con la realidad. Por eso, en la obra, el cronotopo incluye siempre un momento valorativo, que sólo puede ser separado del conjunto artístico del cronotopo en el marco de un análisis abstracto. En el arte y en la literatura, todas las determinaciones espacio-temporales son inseparables, y siempre matizadas desde el punto de vista emotivo-valorativo. Naturalmente, el pensamiento abstracto puede concebir por separado el tiempo y el espacio, ignorando su elemento emotivo-valorativo. Pero la contemplación artística viva (que también tiene su modo de pensar, pero que no es abstracta), no separa ni ignora nada. Considera el cronotopo en su total unidad y plenitud» (Bajtín, 393).

Sin embargo, un concepto de cronotopo igualmente productivo sirve para el análisis del joven arte cinematográfico. De hecho, como sostiene el teórico cinematográfico, norteamericano, Robert Stam, en su libro Multiculturalismo, cine y medios de comunicación, «el cronotopo parece, en cierto modo, aún más apropiado para filmar que en la literatura. […] los modelos narrativos en el cine no son simplemente microcosmos que reflejan los procesos históricos; son también coordenadas de experiencias a través de las cuales la historia puede ser escrita y la identidad nacional figurada» (Shohat y Stam, 118).

Al desafiar el cronotopo realista de la narrativa clásica, los cineastas modernos parecían aplicar la idea de Bajtín para dar cuenta de inusuales y heterogéneas expresiones de espacio y tiempo.

Para fabricar un marco espacio-temporal 'rebelde', estos directores, sin duda, se basaron en una serie de aspectos técnicos, claves en la cinematografía, como el montaje, el trabajo de cámara, la iluminación, el sonido o la yuxtaposición de imágenes y escenarios, por nombrar unos pocos. Estas construcciones ficticias dan fe de tiempos y espacios diversos. Y, al igual que en la literatura moderna, consiguen componer estructuras oníricas, en espacios remotos y tiempos imposibles. Reducen o aumentan los tiempos narrativos a su antojo y sitúan los espacios del relato en acomodación a los mismos, formando cronotopos únicos, particulares de cada film, y un cronotopo genérico, común de la corriente modernista.

Como ejemplo de este cronotopo genérico, sirva el trabajo de los tres cineastas citados en aquel ciclo de noviembre de 2010 en la Filmoteca, Laberintos del subconsciente: Alain Resnais, David Lynch y Wong Kar-Wai. Rescato, también, las palabras que dediqué a los tres en la presentación del ciclo:
«Tres maneras de mostrar la versatilidad del arte cinematográfico para, en este caso, adentrarse en lo más profundo del subconsciente humano e imitar sus estructuras y ritmos oníricos. El deseo, el amor, el miedo, la vida y la muerte, multitud de símbolos de la naturaleza más simple se funden en un complejo laberinto de pasillos y habitaciones, travellings y flashbacks, para reflejar la subjetividad de la mente y sus misterios, en la constante reinvención del cine moderno».

Alain Resnais, Wong Kar-Wai y David Lynch

Un ciclo que definí como «un magnífico puzle, donde todos los elementos se funden en un laberinto onírico entre la mente y el tiempo», añadiendo que «al mismo tiempo, la conjunción de los tres cineastas expuestos en este ciclo, desemboca en un mismo río de influencias internas y externas, extensibles a otras corrientes artísticas como la literatura o la pintura».

Como conclusión, retomo la cita inicial de Borges, para definir mi cronotopo particular de esta entrada como una revisión de la fecha marcada de aquel ciclo, un símbolo de mis días y de mis años, de los que ahora trato de convertir su ultraje en una música, un rumor y un símbolo. Un nuevo símbolo. Un nuevo marco. Un nuevo cronotopo particular dentro de otro, que es, al fin y al cabo, lo que significa este texto.

Javier Ballesteros



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Bibliografía utilizada:


BAJTÍN, Mijaíl. Teoría y estética de la novela. Madrid. Taurus. 1989

BAZIN, André. ¿Qué es el cine? Madrid; Rialp, 2006

BORGES, Jorge Luis. Arte Poética. Seis conferencias. Barcelona; Crítica, 2001

CORTÁZAR, Julio. Cuentos completos 2. Madrid; Alfaguara, 1994

SHOHAT, Ella., STAM, Robert. Multiculturalismo, cine y medios de comunicación. Barcelona; Paidós, 2002




viernes, 17 de octubre de 2014

Baltasar y Elpidio. Modernos Prometeos y medios de comunicación.


«¡He aquí lo que te has granjeado con tu filantrópica solicitud! Dios como eres, sin tener la cólera de los dioses, honraste a los mortales más de lo debido y en pago guardarás esta desapacible roca».
Esquilo
Prometeo encadenado


Hijos del mismo titán y entregados al mismo castigo por orden del Gran Poder, Baltasar Garzón y Elpidio José Silva parecen encarnar el mito de Prometeo a la perfección, en una tragedia —no la griega sino la española, moderna y actual—, en la que un poder dominante, omnipresente pero invisible, actúa a través de ese Hefesto moderno que es la opinión pública, forjada ésta en los medios de comunicación.

Baltasar Garzón y Elpidio José Silva son hijos de la justicia española, ese titán que, a su vez, rinde sus cuentas a un poder sistemático, invisible para nosotros, los mortales ciudadanos de este país. Ambos fueron desheredados del sistema judicial por exceso de poder, y por ingenuos, según la opinión pública. Sin embargo, lo más probable es que, tanto Garzón como Silva, al igual que Prometeo, quisieran darnos a conocer al pueblo una verdad que nos está prohibida. Un fuego que no nos pertenece.

Sin embargo, y a pesar de que 'Prometeos' parecidos los ha habido siempre, encontramos en la era actual de la información una diferencia histórica importante, respecto al papel de los medios de comunicación sobre la generación y destrucción de los mitos modernos. Ya en 1957, en su célebre Mitologías (Siglo XXI, 2009), Roland Barthes advirtió la diferencia entre la mitología clásica aplicada al contexto cultural y la mitología como concepto discursivo del poder mediático, desde un punto de vista semiológico. En la segunda parte del libro, titulada El mito, hoy, Barthes afirmaba que «el mito es un habla» y que «no se trata de cualquier habla: el lenguaje necesita condiciones particulares para convertirse en mito». Es decir, el mito necesita de un sistema de comunicación apropiado, de un emisor, un receptor, un código —el significante y lo significado— y un mensaje intencionado, todo ello para la generación del mismo. 

En alusión particular al uso de la imagen, en este sistema de comunicación y generación mitológica, Barthes indica lo siguiente: 
«La imagen, a su vez, es susceptible de muchos modos de lectura: un esquema se presta a la significación mucho más que un dibujo, una imitación más que un original, una caricatura más que un retrato. Pero, justamente, ya no se trata de una forma teórica de representación: se trata de esta imagen, ofrecida para esta significación. La palabra mítica está constituida por una materia ya trabajada pensando en una comunicación apropiada. Por eso todos los materiales del mito, sean representativos o gráficos, presuponen una conciencia significante que puede razonar sobre ellos independientemente de su materia. Claro que esta materia no es indiferente: la imagen sin duda, es más imperativa que la escritura, impone la significación en bloque, sin analizarla ni dispersarla. Pero esto no es una diferenciación constitutiva. La imagen deviene escritura a partir del momento en que es significativa: como la escritura, supone una lexis».

Barthes subraya la importancia de la imagen, «más imperativa que la escritura», en su uso de significación completa, una «significación en bloque, sin analizarla ni dispersarla». En pleno siglo XXI, donde la velocidad informativa es vertiginosa, la imagen debe contener el mayor significado posible y autónomo de la escritura. Sin embargo, dentro de esa «significación en bloque» de la imagen, instantánea y liminal en su superficie, pueden coexistir otras líneas de significado, precisamente con una intención subliminal. Son estas 'segundas líneas' de significado de la imagen lo que la hacen realmente poderosa como herramienta mediática. 

Los medios de comunicación son plenamente conscientes del poder de la imagen, tanto la fotográfica en prensa como la audiovisual en televisión (e incluso en la radio con alusiones a imágenes preconocidas por el oyente). 

De este modo, y a partir de la base semiológica barthesiana, respecto a la imagen creadora de significados completos —que puede incluir segundas líneas de significación—, como materia prima de la creación del mito, el caso particular de Baltasar Garzón y el diario El Mundo resulta digno de estudio, pues el mismo medio de comunicación que en sus imágenes de portada lo alzó al Olimpo (mitificándolo positivamente), más tarde, ayudó en su caída (no desmitificándolo, sino mitificándolo negativamente). A principios de los años noventa, Pedro J. Ramírez —director de El Mundo hasta hace unos meses—, llegó a afirmar en su propia autobiografía lo siguiente: «Garzón es motivo de orgullo de la ciudadanía [...], tan honrado y pertinaz como el legendario John Sirica (juez principal del Watergate)». Ya en la década siguiente y la actual, tras varias imputaciones, a cargo de Garzón, como la de falsificación de documentos de tres peritos policiales tras el 11-M, se desveló el verdadero rostro de Ramírez, quien actualmente define a Garzón como «indeseable para cualquiera y sinvergüenza para casi todo». 

En las siguientes imágenes se puede observar el uso histórico del diario El Mundo, a voluntad de interés, de la imagen fotográfica de Baltasar Garzón, indicando un significado completo y autónomo del texto escrito —tal y como afirma la tesis barthesiana—, e incluyendo segundas líneas de significación para, de esta forma, influir en la opinión pública.

La imagen de la izquierda corresponde a una publicación de El Mundo de mayo de 1994, cuando Garzón dimitió como diputado del PSOE. En la fotografía se muestra a Garzón como un hombre recto, firme y modélico. La imagen de la derecha corresponde a otra publicación de El Mundo de febrero de 2009, con la dimisión del ministro Mariano Fernández Bermejo tras las críticas recibidas por ir de cacería con el propio Garzón, a quien —no conformes en El Mundo con mostrarlo como un repudiado por el sistema judicial—, se le retrató en portada como alejado de cualquier valor moral, ante la opinión pública, vestido de cacería, y con rifle incluido.


Baltasar Garzón retratado por El Mundo en 1994 (izquierda) y 2009 (derecha)


En el caso de Elpidio José Silva, el uso de su imagen en los medios de comunicación nace ya desvirtuado en detrimento de su integridad y valor como magistrado, tras pasar del anonimato a villano directo, a partir de su orden de ingreso en prisión para el expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa, que derivó, en este mismo mes de octubre de 2014, en su inhabilitación como magistrado. Y aún, tras el muy reciente caso de las 'tarjetas opacas' de Caja Madrid, con Blesa como máximo exponente de corrupción, Silva sigue condenado por parte de la opinión pública, que respalda su inhabilitación. En la siguiente imagen del diario ABC de Sevilla, de mayo de 2014, se muestra un retrato de Silva desfigurado, alejado de la imagen de magistrado de moral recta. La instantánea induce a pensar, más bien, en la ingenuidad de un hombre perdido y aislado, un alocado.

   Elpidio José Silva retratado por ABC en Mayo de 2014

Garzón y Silva, hijos de titanes, robaron, cual Prometeo, el fuego de los Dioses para entregárselo a los hombres. Ambos ex magistrados continúan encadenados por la opinión pública a la roca del ostracismo judicial, donde varias aves depredadoras del periodismo devoran su reputación día tras día. Y a pesar de que, gracias a su valor titánico, esa reputación se regenera a diario, los depredadores mediáticos no cesarán de devorarlos, por mandato supremo, eternamente.


Javier Ballesteros



viernes, 10 de octubre de 2014

El 'caso Najwa'. El hiyab, la educación y la caverna.


«No entiendo por qué el mundo se ha dividido en Oriente y Occidente. La educación no es oriental u occidental, la educación es educación y es un derecho para todos y cada uno de los seres humanos».
Malala Yousafzai
Premio Nobel de la Paz 2014

Hoy es un gran día. La Academia sueca ha concedido este viernes, 10 de Octubre, el Premio Nobel de la Paz de 2014 a Malala Yousafzai —‘ex aequo’ con el activista indio Kailash Satyarthi—, la joven activista pakistaní por los derechos de las niñas a la educación. A sus 17 años de edad, Malala Yousafzai será la persona más joven en recibir un Nobel, en cualquiera de sus categorías.

El próximo 10 de Diciembre, Malala recibirá el Nobel en Oslo. Millones de personas verán por televisión su discurso de aceptación, en el que hablará sobre su activismo en pro del derecho a la educación de las niñas de todo el mundo. Lo hará, no les quepa duda, vistiendo en coherencia a sus principios y derechos. Y todo el mundo observará que la joven portavoz universal del derecho a la educación de las niñas vestirá el ‘hiyab’.

No voy a profundizar en la controversia del uso del ‘hiyab’ en este modesto espacio. Tampoco creo ser la persona idónea para ello. Veo más interesante ceder la palabra a dos mujeres musulmanas con amplio recorrido sobre el tema, pero con diferentes orígenes y posturas, para dar muestra de dicha controversia. 

Por una parte, la escritora iraní, residente en París, Chahdortt Djavann, mantiene una postura radical contra el uso del ‘hiyab’ llegando a afirmar en su libro ¡Abajo el velo! (2004) que «habría que penalizar a los padres que obligan a las jóvenes a llevar el velo por considerar esa presión como tortura física y psicológica». En una entrevista concedida a la revista MUGAK en 2004, la periodista e investigadora tunecina Sophie Bessis expresó su oposición a las palabras de Djavann, con algunos matices:
«Ella habla a partir de su propia experiencia, la experiencia de la revolución iraní de 1979 que fue una tragedia para las mujeres iraníes. No hay que olvidar desde donde habla cada cual, es muy importante. Si dice lo que dice es por ser iraní. Si fuera tunecina, senegalesa o marroquí habría dicho probablemente algo muy distinto. Pienso que fue un poco lejos al equiparar el velo de las menores con la tortura. Pero sí se puede equiparar, a veces, con la violencia. Cuando vemos a niñas de diez años o de ocho años con el hiyab, considero que es una violencia grave. Cuando se tiene dieciocho años se puede elegir: si quieres llevar hiyab lo llevas. De hecho, la ley francesa lo prohíbe en la escuela pero no lo prohíbe en la universidad. Hasta los dieciocho años las jóvenes se consideran menores, por lo tanto (no hablo de tortura porque es un término muy fuerte) sí que hay, a veces, violencia en torno al velo. Yo comprendo a esta mujer que ha vivido en Irán y que ha sido obligada a llevar el velo. Ella considera que ha sufrido violencia y está en su derecho. Ha provocado un debate, mucho ruido, unos decían que era un escándalo, un horror, etc… Yo no estoy del todo de acuerdo con ella, pero puedo comprender lo que dice».

Sirvan estas posturas opuestas como ejemplo de la controversia generada alrededor del uso del ‘hiyab’ y como punto de partida de lo que realmente trata esta entrada: la necesidad de un conocimiento de causa, o de estudio en su defecto, antes de justificar los límites del derecho. Pues, aunque las anteriores citadas escritoras mantenían opiniones opuestas, huelga decir que ambas poseen conocimiento de causa. El ‘caso Najwa’ sirve como ejemplo perfecto de la necedad legislativa española que, cegada en el uso de una kafkiana burocracia, expulsó definitivamente del sistema educativo a Najwa Malha en el año 2013.

Najwa Malha, con su 'hiyab', en una imagen de 2010.

En abril de 2010, el instituto público Camilo José Cela de Pozuelo apartó de su clase de 4º de la ESO a Najwa Malha, una estudiante española de origen marroquí de 16 años, porque se cubría la cabeza con el 'hiyab'. La Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid se lavó las manos en el asunto, limitándose a recordar que el decreto de convivencia aprobado en 2007 recoge una disposición de la LOE que obliga a todos los centros a tener un reglamento interno de normas de comportamiento y convivencia, y que éste es aprobado por los consejos escolares de cada centro, como autónomos. Sin embargo, en un arrebato de protagonismo, la consejera de Educación de aquel año, Lucía Figar, dejó muestras de su apoyo a la decisión de la dirección del instituto, con el siguiente argumento: «Mi postura es que no se debe ir al colegio con la cabeza tapada. Es mejor para la buena marcha del centro».

Tras dos años en el limbo administrativo, en Febrero de 2012, el juzgado de primera instancia de Madrid desestimó el recurso presentado por la familia de Najwa contra la decisión del instituto en el que cursaba estudios de no permitirle la asistencia a clase con ‘hiyab’. La sentencia estimó que «no se vulneró la dignidad» de la alumna ni tampoco se produjo «una injerencia en su libertad religiosa» porque el centro actuó en cumplimiento de su reglamento, que es «igual para todos». De nuevo, la consejera de Educación, Lucía Figar, quiso marcar territorio respecto a la sentencia: «La sentencia respalda que los institutos puedan prohibir a sus alumnos llevar la cabeza cubierta con pañuelos, gorras o velo islámico, y que no cabe hablar de la vulneración del principio de la dignidad de la personas ni de vulneración de la libertad religiosa». 

En abril de 2013, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid rechazó el recurso de apelación presentado por la familia de Najwa Malha. Con esta definitiva bofetada de la justicia española a la familia de la joven marroquí se silenció un caso que, a día de hoy, todavía sigue sin resolver. 

Najwa Malha ya debe ser mayor de edad. Desconozco si ha decidido seguir vistiendo el ‘hiyab’ o si, por el contrario, ha decidido no hacerlo. En el segundo caso, es posible que haya debido enfrentarse a su propia familia y religión. En este sentido, el problema pertenece ya a la controversia propia del origen del ‘hiyab’ y de los propios musulmanes. Al igual que en el caso de las escritoras citadas anteriormente, la iraní y la tunecina, es un tema que les pertenece a ellos. Ellos deben tomar las decisiones. Es su derecho. 

Mi crítica es feroz hacía la incapacidad de la justicia española de encontrar una solución al problema educativo de Najwa. Porque de eso se trataba: de la continuidad educativa de una niña de 16 años. La justicia española, perdida en un tema religioso que no tocaba y al que no se pertenecía, reafirmando los argumentos autoritarios (arengas de «cruzados» de otro tiempo) desde las instituciones públicas, detuvo el progreso educativo de Najwa Malha. Y eso sí es un atentado. Un atentado que pertenece a las cavernas y que merece una revisión del sistema educativo español. 

Lo dijo un Premio Nobel de la Paz: «La educación no es oriental u occidental, la educación es educación y es un derecho para todos y cada uno de los seres humanos». Un Premio Nobel que es mujer, menor de edad y viste el ‘hijab’, al igual que Najwa Malha en 2010.

A mil años luz de Oslo, y sin embargo en Madrid, aún se vive en las cavernas. 

Javier Ballesteros




sábado, 4 de octubre de 2014

Ordet. Dreyer y el poder de la palabra.



«En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios…»
Juan 1:1 


No es complicado deducir que el origen del título escogido por el dramaturgo danés Kaj Munk para su aclamada obra teatral de 1925, Ordet (La palabra, en su traducción literal del danés), deriva de este primer, y controvertido, versículo del prólogo del Evangelio de Juan. Un título marcado a conciencia en especial atención al protagonista de esta obra, Johannes, un quijotesco personaje que, ‘enloquecido’ por sus estudios teológicos, se proclama a sí mismo como la reencarnación de Jesucristo, a su vez reencarnación de la Palabra, tal y como indica Juan en el decimocuarto versículo de su prólogo: «Y la Palabra se convirtió en carne» (Juan 1:14).

La controversia sobre el prólogo del evangelio de Juan proviene de la lógica dificultad de una traducción única desde su original concepción en griego koiné o helenístico. El término griego original para ‘la palabra’ es logos. Un término que derivó en varias acepciones según el origen de la traducción del prólogo de Juan. Para unos, el Logos significa la razón, o la palabra hablada, sabiduría y doctrina. Para otros, ‘el verbo’. He aquí, que desde el inicio de los textos bíblicos ya encontramos las primeras discontinuidades, en alusión al término foucaultiano, por la palabra y desde la palabra. Estas primeras discontinuidades, o disconformidades, del uso lingüístico, en la traducción y significados de los textos bíblicos, son muestra de las múltiples lecturas de las que han sido objeto los textos bíblicos, particularmente, desde el cristianismo. Partimos, pues, de un logos, que en su práctica en la historia nos deja multitud de acepciones dogmáticas surgidas de su propia naturaleza omnipotente. 

El prólogo del Evangelio de Juan y las anotaciones anteriores sobre el origen de las variantes de la fe cristiana desde sus múltiples lecturas, sirven, a su vez, como prólogo a esta entrada, que, a partir de ahora, se centra en la figura del cineasta, también danés, Carl Theodor Dreyer y de su obra fílmica La Palabra (Ordet, 1955), basada en la obra homónima de Kaj Munk.





Y es que la obra de Dreyer acude precisamente a mostrar en imágenes la paradoja de la fe cristiana, a partir de una muestra de sus discontinuidades históricas, en la rivalidad por la razón, por la palabra. En este caso, con el enfrentamiento dogmático entre dos corrientes religiosas, ambas protestantes, de un pequeño pueblo danés. Por una parte, se encuentra la corriente que profesa el viejo Morten Borgen, que aboga por un cristianismo luminoso, agradecido a la vida y al intelecto. Enfrentado a Borgen, y a su familia, se encuentra la corriente que profesa la familia del sastre Peter Petersen, llamada de la 'Misión Interior', ultradefensora y radical, que sostiene una certeza absoluta sobre la redención cristiana y el castigo a los no creyentes. Al enamorarse el hijo menor de Borgen de una de las hijas de Petersen nace una necesidad de entendimiento entre ambas familias, por el bien de los jóvenes. Sin embargo, ninguno de ellos cede ante la palabra del otro, ante la palabra derivada de cada uno de sus dogmas cristianos. He aquí la primera paradoja del relato.

Alrededor de ambas familias se sitúa un mediador, verdadero redentor, al que nadie, salvo la hija pequeña de Borgen, hace caso: Johannes, el hijo mediano de Morten Borgen, a quien tildan de loco sin remedio tras autoproclamarse la reencarnación de Jesucristo. Según su familia, Johannes había enloquecido al sumirse en la Teología buscando una identificación con Cristo; particularmente, a partir de los textos de Søren Kierkegaard. Consciente del poder que se le ha otorgado, Johannes asume la Palabra de Dios y, en su oratoria particular, se dirige a su familia como un iluminado, poseedor de la Palabra, la razón, el conocimiento único y divino. Johannes deambula por todas partes citando los evangelios y aparece en los momentos de mayor conflicto, profetizando advenimientos y marcando el camino de la redención de su familia. La segunda paradoja es, por la tanto, la resultante de la fe profesada sobre la reencarnación cristiana y la negación de la posibilidad de la misma en el tiempo presente. Lo que Dreyer trata de mostrar en Ordet es la pérdida de la esencia misma de la fe cristiana: el poder de la ‘palabra’. Una ‘palabra’ distorsionada; reinterpretada, continuamente, durante casi dos milenios.

Pero es cuando Inger —la esposa de Mikkel, el hijo mayor de los Borgen— está al borde de la muerte, tras serle realizado un aborto, cuando el relato adquiere un significado realmente transcendental. El viejo Morten Borgen, incapaz de obtener respuestas sobre lo que sucede desde su fe, desesperado y hastiado ante el comportamiento de Johannes, quien advierte de la proximidad de la muerte, se dice a sí mismo: «Esto es una locura. Y, sin embargo, ¿qué es la locura y qué es la razón?». Johannes le responde: «Te estás acercando a Dios. Todo depende de una palabra». Poco después, Inger muere.

En este punto del relato, ante la impotencia del viejo Borgen enfrentado a su propia fe, creo interesante hacer hincapié en el concepto de poder. Michel Foucault afirmó que «el poder está en todas partes» y que solo debemos «hacer visible lo invisible». Por otra parte, el sociólogo, también francés, Pierre Bourdieu retomaría, a finales de los años 60, la teoría de Foucault, para ofrecer un concepto más amplio, y cuyo análisis del poder se basa en la articulación de dos conceptos básicos: el de 'violencia simbólica' y el de 'habitus'. Según Bourdieu, el poder «conforme se va autolegitimando también se va institucionalizando». La producción de verdad se legitimiza, en un 'habitus' —respecto al proceso temporal y social del mismo—, mediante poderes simbólicos que Bourdieu denominó ‘violencia simbólica’.

Precisamente, el final transcendental de Ordet se me antoja como ejemplo perfecto del primer concepto foucaultiano de poder y del consiguiente poder simbólico de Bourdieu. El milagro de la resurrección de Inger hace visible para todos lo que hasta entonces les era invisible: la pérdida de la esencia religiosa, de la fe. A su vez, esta pérdida es muestra de una institucionalización religiosa en los fieles, carente de una verdad absoluta, pero autolegitimada a lo largo de la Historia. 

Así pues, solo ante los ojos, puros (no institucionalizados, en términos bourdieuanos), de la niña, Johannes es potencialmente 'capaz'. A través de la fe de la niña, le es concedido el poder a Johannes, quien hace uso del mismo a través de la palabra: «Jesucristo, si es posible, dale permiso para volver a la vida. Dame la Palabra. La Palabra que puede resucitar a la muerta. Inger, en nombre de Jesús, te lo ordeno, ¡levántate!».

Johannes consigue, a través de la palabra, resucitar a Inger y, a su vez, hace visible ante los ojos de todos, incluido el espectador, lo que hasta entonces les era invisible: la pérdida de una fe que profesa, justamente, el poder de la palabra.


Javier Ballesteros




sábado, 27 de septiembre de 2014

El manifiesto futurista. La vanguardia de un canalla.


«El patriotismo es el último refugio de los canallas».
Samuel Johnson


A ciento cinco años de la promulgación del manifiesto futurista por el poeta italiano Filippo Tommaso Marinetti, en el diario parisino Le Figaro, el 20 de febrero de 1909, todavía hoy encontramos resquicios de tal ejemplo de estupidez humana, en aquellos que siguen proclamando la barbarie en servicio del progreso y la virtud, tras la máscara del patriotismo, y refugiados en su propio aburrimiento. Canallas los ha habido siempre y siempre los habrá. Pero de los canallas que han alzado como patria la bandera de la vanguardia, el arte y la intelectualidad, en pro de la guerra y el desprecio, sin duda, destaca Marinetti.   



Filippo Tommaso Marinetti


Un manifiesto que proclamaba, entre otras, la glorificación de la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer. Cinco años más tarde, la Gran Guerra le daría la razón y posteriormente sería el propio Mussolini quien asumiría como propios los ideales futuristas. Marinetti abrazó el fascismo hasta su muerte, en 1944. Fue su último refugio.

Pocas veces un manifiesto cultural ha sido tan caducado por su propia producción artística. Dicha producción se mantiene aún vigorosa e incluso vanguardista en estos albores del siglo XXI. Nada importan, o deben importar, los principios morales sobre los que muchos de aquellos artistas se inspiraron para dar forma a sus creaciones, más allá de la mera puntualización en el contexto del manifiesto. Su arte sobre la percepción y el movimiento, la negación de lo instantáneo, la velocidad y el progreso mecánico, técnico y arquitectónico, es vital y eternamente joven.

Es el propio arte futurista la negación del manifiesto de Marinetti, cuya evocación del olvido y la fugacidad se opone al recuerdo, merecido, de tal extraordinario legado artístico.

Marinetti queda prisionero del recuerdo gracias a la producción artística del movimiento que él mismo fundó. Y lo es, en contra del glorificado olvido y de varias sentencias de su impronta, como la «eterna velocidad omnipresente». El poeta italiano que pretendió liberar a su país de «su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios», aquél que clamó destruir los museos y las bibliotecas, quedará marcado en la Historia para siempre, unido al movimiento futurista, a priori a su pesar. Sin embargo, es muy posible que entre las paradojas que esconde la naturaleza de este poeta italiano, se esconda un motivo de egoísta permanencia, contrario a sus principios manifiestos, pero deducible de un canalla.

Javier Ballesteros